Donald
Trump me recuerda al clásico matón de instituto; narcisista ‘ad nauseam’, ignorante,
inmoral e insolente, crece de forma desproporcionada a costa de la debilidad de
los otros. He aquí la antítesis de la figura del gobernante ejemplar que describieron
Cicerón, Marco Aurelio o Hannah Arendt, grandes conocedores de la dinámica de
poder.
La
guerra de aranceles trumpista, que ha sumido en el caos y la incertidumbre a la
economía mundial, es solo una parte de un proyecto de subversión de los valores
democráticos de Occidente. En el discurso tergiversador de Trump, todos los
países han “estafado” a EEUU durante décadas. Ese resentimiento y esa utilización
de chivos expiatorios (asiáticos, europeos y latinoamericanos,
fundamentalmente) recuerda mucho a la retórica nazi. En uno y otro caso, se
ofrecen soluciones demagógicas e irreales a problemas de largo alcance,
inoculando a las masas, con añagazas, los venenos del racismo y la xenofobia.
En
febrero, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ofreció a su homólogo
estadounidense la posibilidad de deportar al país centroamericano a cualquier
inmigrante que la Casa Blanca considere un “criminal peligroso”. Por supuesto, Trump
aceptó con gusto la invitación de su vasallo. Desde entonces, 260 inmigrantes
latinoamericanos —la mayoría venezolanos— han sido recluidos en una cárcel
salvadoreña de alta seguridad, el Cecot (Centro de Confinamiento del Terrorismo).
La administración Trump llevó a cabo esas deportaciones sin procesos judiciales
previos, en virtud de una ley —la de Enemigos Extranjeros— que data de 1798 y
que fue prevista para tiempos de guerra.
El
caso más mediático de esta oleada de deportaciones es el de Kilmar Armando
Abrego García. En el momento de su detención, este salvadoreño de 29 años
residía legalmente en EEUU, trabajaba de obrero metalúrgico, carecía de
antecedentes penales y tenía una protección judicial que prohibía que lo
deportasen a su propio país —corría el riesgo de ser víctima de las bandas
criminales—. El 10 de abril, veinticinco días después de su deportación, el Tribunal
Supremo de los Estados Unidos exigió al Gobierno de Trump que facilitase el
regreso de Abrego García. El 30 de abril, en una entrevista emitida por el
canal ABC, Trump admitió que “podría” traer de vuelta al deportado, pero que no
lo hará, porque “se trata de un miembro de MS-13”. Lo cierto es que no existen
evidencias de que Abrego García pertenezca a esa pandilla callejera. Para más
inri, antes de la referida entrevista, el 31 de marzo, los abogados de la
administración Trump reconocieron que la deportación del joven se había debido
a un “error administrativo”. Según esos funcionarios, el detenido no puede ser
repatriado porque se encuentra bajo la jurisdicción de El Salvador. ¡Ver para
creer!
Pero
el uso arbitrario del poder —una de las señas de identidad del fascismo— no solo
afecta a los inmigrantes latinoamericanos; según reveló Associated Press, en lo
que va de año, al menos cuatro ciudadanos europeos han sido detenidos en las
fronteras de Estados Unidos, pese a cumplir los debidos requisitos migratorios
y a no contar con antecedentes terroristas. Un caso representativo es el del
joven alemán Lucas Sielaff, que ingresó a EEUU el 27 de enero, con un permiso
de 90 días. El 18 de febrero fue interceptado, cuando regresaba de un viaje a
Tijuana. Se encontraba en compañía de su novia, estadounidense. A pesar de que
el chico solo había estado 22 días en Estados Unidos, las autoridades
resolvieron que había violado su estatus migratorio. En consecuencia, Sielaff
fue trasladado al centro de detención de Otay Mesa (San Diego), donde
permaneció 16 días.
Trump
viola los derechos humanos y se burla de la justicia, dando a entender que una
persona, si es adinerada, puede hacer lo que le venga en gana. Este matón va
camino de convertir en una autocracia a la democracia constitucional más
antigua del mundo. “La voz más pobre”, escribió Ferlosio, “se hace
siempre la más autoritaria: no consiguiendo ya ser entendida, tiene que resignarse
a no ser más que obedecida”.